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Writer's pictureKonstantinos Kourkoutas

LA IMPORTANCIA DE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

MIQUEL DOMENECH

Barcelona Science and Technology Studies Group (STS-b)

Universitat Autònoma de Barcelona



Uno de los retos que he visto plantearse de manera recurrente a los diferentes equipos de estudiantes que han participado en la experiencia del Covadonga Urban Lab es el que tiene

que ver con la incorporación de la ciudadanía en sus propuestas. Por decirlo de alguna manera, parecería que la colaboración ciudadana no está nunca asegurada y se vislumbra, casi siempre, como un problema que habrá que resolver en algún momento. Evidentemente, este no es un problema menor, ni exclusivo de estos equipos de estudiantes. De hecho, se trata de una cuestión que preocupa especialmente a aquellas personas responsables del diseño de políticas públicas, que ven cada vez más en la participación ciudadana un elemento indispensable de una buena gestión.


Una participación amplia de la ciudadanía permite oír voces que no son normalmente tenidas en cuenta. La participación, al fin y al cabo, es entendida como una forma de acercar a la ciudadanía a los procesos políticos institucionales, de tal forma que la implicación ciudadana sirva como complemento a las formas de representatividad existentes y como camino para el enriquecimiento de la democracia. En este sentido, un proceso participativo consistiría en implementar mecanismos en los que prime la interacción cara a cara y el diálogo entre ciudadanos, técnicos de participación y diferentes tipos de expertos, de cara a obtener un resultado final concreto en términos de propuestas, diseños o planes a ser considerados por las administraciones para su implementación. Este resultado se entiende como una entrada que complementa otras fuentes de información requeridas para la toma de decisiones.


Ahora bien, la mayoría de los mecanismos participativos parten de la base de que la ciudadanía está siempre dispuesta a participar. O, mejor dicho, la participación se presenta a menudo como un fenómeno no problemático que se resuelve con convocatorias públicas

abiertas a toda la población, la cual, libremente, decide o no participar. Sin embargo, la participación ciudadana no es una actividad libre de obstáculos. Al contrario, diferentes estudios muestran que los recovecos que la gente encuentra a la hora de participar son numerosos y diversos, lo que abre interrogantes sobre qué es lo que motiva a la gente a participar. No es extraño, de hecho, que haya una conciencia general respecto a la prevalencia de una mayoría social desmotivada para la participación. Este hecho es especialmente relevante cuando las cuestiones que son objeto de demanda participativa pueden ser contempladas por la ciudadanía como temas “demasiado difíciles” o “propios de personas expertas”. Este es, de hecho, uno de los argumentos que suelen utilizarse por parte de la población cuando se les pregunta por qué no se involucran más en actividades participativas; “yo no entiendo de eso”, “estos temas son para los que saben”, son expresiones que se utilizan como respuesta.


Esta dificultad de involucrar a la ciudadanía en la toma de decisiones sobre cuestiones que se han venido dejando en manos de ‘personas expertas’ es, probablemente uno de los mayores retos a los que se enfrenta la sociedad hoy en día. El hecho de que las nuestras sean, cada vez más, sociedades del conocimiento, es decir sociedades en las que el conocimiento representa el principal motor de cambio y transformación social, hace que esa cuestión sea especialmente relevante. Efectivamente, es evidente el papel cada vez más preeminente del conocimiento experto, básicamente a través de la intervención de científicos y técnicos, en los procesos deliberativos y de toma de decisiones políticas. Su incidencia ha llegado a ser de tal calibre que ha dado lugar a no pocas reflexiones sobre la calidad y la naturaleza de los dispositivos democráticos contemporáneos.


El resultado de estos procesos de expertización es, en muchos casos, el alejamiento de los ciudadanos de los procesos de toma de decisiones y de participación en la vida pública. Dado que el gran público no dispone de los conocimientos ni de los recursos necesarios para obtenerlos, difícilmente puede hacer oír su voz en los procesos de elaboración e implementación de políticas y servicios de muy diversa índole, con lo que el proceso de toma de decisiones corre el peligro de estar afectado por una sobre-determinación de la aportación de los expertos.


La Unión Europea hace ya tiempo que ha situado esa cuestión como un ítem importante en su agenda política. Lo que empezó como declaraciones, más o menos vagas, de intenciones

en documentos como el “White Paper on European Governance” (2001) o “Science and Society Action Plan” (2002), ha acabado siendo una estrategia clara y firme de gran prioridad para la Comisión Europea.


El concepto que articula esta estrategia es el de Ciencia Ciudadana, entendida esta no sólo como método de investigación que integra la ciudadanía en la práctica científica tradicional,

sino también como movimiento que persigue la democratización de los procesos de investigación científica o como capacidad social de producir conocimiento. La ciencia ciudadana, así formulada, pretende restaurar la confianza pública en la ciencia, reorientar la ciencia hacia los retos sociales contemporáneos e instalar la gobernanza democrática en la ciencia. La Ciencia Ciudadana implica el diseño de estrategias inclusivas dentro de la producción de conocimiento, para lo cual es preciso que los ciudadanos no sean vistos como receptores pasivos del conocimiento científico, sino como socios activos de su producción, y que la ciencia se vuelva más reflexiva y transparente, haciendo más visibles sus propias asunciones y valores.


En este sentido, los pasos que ha dado el Covadonga Urban Lab van en la buena dirección. Si una de las críticas que se hace, precisamente a la investigación convencional es que se desarrolla en laboratorios cerrados donde la mayor parte de lo que sucede es inaccesible al público, convertir la ciudad, o uno de sus barrios, en un laboratorio es, ciertamente, una manera de superar esa crítica. Covadonga Urban Lab me parece una expresión ejemplar de lo que se ha denominado el “tercer sector del conocimiento”, entendiendo por ello toda experiencia realizada en espacios de producción y uso del conocimiento que difícilmente se pueden catalogar según los ejes público-privado o académico- militante; que se desarrollan, en definitiva, al margen del mercado y del estado. Ahí caben experiencias tan diversas, aunque a menudo emparentadas, como los fab labs, los living labs, los hack labs, los makerspaces o las science shops. Se trata, como afirman algunos, de formas de experimentación colectiva y distribuida de la innovación abierta, lo cual los convierte en lugares privilegiados para repensar las relaciones entre ciencia y sociedad.


Es, como todo Living Lab, un espacio de innovación que substituye el modelo tradicional de

triple hélice (empresas, administración y universidad) por otro de co-innovación representado en la cuádruple hélice, en el que los usuarios tienen un rol activo durante todo el proceso,tanto en la ideación y planteamiento inicial, como en el diseño de soluciones y pilotaje final. Es por ello por lo que creo que es, además de una manera de repensar la manera tradicional de producir conocimiento, un instrumento adecuado para atender a una necesidad expresada con frecuencia por la ciudadanía, la de reinventar la política. Ante la política profesionalizada que condena a los ciudadanos a la pasividad y al papel de espectador y votante, emerge la reivindicación del diálogo público, de la colaboración y la co-creación como maneras de gestionar las problemáticas de nuestro mundo.



Ante la pregunta ‘¿Quién debe diseñar un barrio?’, Covadonga Urban Lab plantea una experiencia que podría llamarse participativa, pero que supera los usuales inconvenientes de los procesos participativos al uso. No puede decirse que sea un proceso de arriba a bajo, puesto que las necesidades a las que da respuesta han sido definidas colaborativamente. Y, por otra parte, las posibilidades de que el resultado final quede en un cajón se atenúan por la implicación ciudadana que sostiene el proyecto.


Sí, ciertamente, los equipos de estudiantes que coordiné en el marco de esta experiencia pusieron de manifiesto, aún, la duda acerca del seguimiento que podrían tener sus propuestas: desde levantar un huerto vertical hasta participar en diferentes actividades deportivas, pasando por llevar a cabo una experiencia de ‘arte urbano’. Pero la bondad de esta experiencia es que tales propuestas no son ‘soluciones’ fruto de un grupo de personas expertas que lanzan una idea para que se implemente tal y como ha sido diseñada. En un contexto tal, la duda sería más que razonable. La dinámica del Caovadonga Urban Lab hasta la fecha, a través de sus talleres y sesiones de trabajo, ha mostrado la importancia del trabajo colaborativo y hasta qué punto resulta decisivo lo que en este caso se ha llamado “grupo de interés local” para que los temores se relativicen y la confianza en la participación se incremente.


Pase lo que pase, finalmente, Covandonga Urban Lab habrá supuesto un éxito, el de demostrar que la participación ciudadana puede dejar de ser un problema si se garantizan algunas prácticas esenciales: canales de comunicación ágiles y próximos a la ciudadanía, la

elección de temáticas que sean relevantes para la vida ordinaria de las personas, una mirada

no restrictiva hacia lo que debe entenderse por participar y una disposición radical a reunir

personas legas y expertas con la vocación de que colaboren en un plano de igualdad.

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